En los medios

Clarín
15/10/16

El camino es innovar

El profesor de la Escuela de Negocios de la Di Tella plantea que no hay un “modelo enlatado”, como el australiano, que se pueda imitar para desarrollar el país. Dice que la clave es aprovechar los recursos naturales y agregarles valor con inteligencia.

Por Eduardo Levy Yeyati
Muchas veces caemos en la tentación de pensar el desarrollo “por analogía”, suponiendo que nuestro desarrollo abortado es el fruto de las malas políticas, y que basta con imitar las buenas políticas de terceros exitosos. Pero la Argentina es el caso paradigmático de la “trampa del ingreso medio”, una afección que comparte con muchos otros países (entre ellos, Brasil y Chile), para la que, al menos por el momento, no existen recetas probadas.

Si enumeramos las economías que en 1960 eran de ingresos medios y hoy son de ingresos altos, la lista es corta: algunas islas industriales (Taiwan, Hong Kong y Singapur), las economías periféricas de Europa que fueron traccionadas por el desarrollo alemán (España, Grecia, Irlanda, Portugal), un país temporariamente empobrecido por la guerra (Japón), y un país que pasó sin escalas del ingreso bajo al ingreso alto (Corea). Así, el ejercicio tiene un claro corolario: ninguna economía mediana de ingresos medios salió de la trampa del ingreso medio sin ayuda externa.

Esta comparación también echa luz sobre el popular modelo canguro: Australia habría eludido la trampa del ingreso medio porque partió de ingresos altos. Intervinieron otros factores, claro, incluyendo una dotación de recursos naturales por habitante más generosa que la nuestra y un nivel de educación más elevado.

Lo relevante del caso australiano, quizás, es que allí un gobierno laborista con fuerte vínculo sindical pudo llevar adelante en los 80 la apertura “neoliberal” que acá intentamos sin éxito en los 90. Más allá de lo que uno piense sobre la velocidad y conveniencia de una apertura, el dato a rescatar es que estrategias similares tuvieron resultados distintos.

Entonces, el punto de partida del debate cambia radicalmente: ya no se trata (sólo) de las buenas o malas políticas ocasionales; somos parte de un pelotón de países “a medio camino” cuyos frenos exceden las decisiones de un gobierno en particular, y para el que no hay ejemplos virtuosos. Si queremos despegar, habrá que innovar.
Si Finlandia pasó de talar bosques a diseñar cortadoras, de ahí a diseñar maquinarias de precisión, y de ahí a diseñar “Nokias”, a menor escala la Argentina pasaría de cosechar soja a exportar sembradoras, pulverizadoras y cosechadoras. O a vender tecnología incorporada en las semillas.

Siguiendo el ejemplo del cabernet californiano o del “shiraz” australiano, el malbec argentino pasó de la uva a granel al vino y de ahí a la marca global. El mismo encadenamiento vertical está al alcance de la mano en la certificación de alimentos orgánicos y la comercialización de la “siembra directa argentina”, entre otras posibilidades.
Ya no somos el granero del mundo (¿alguna vez lo fuimos?) para vivir todos de la renta de nuestros recursos naturales (¿alguna vez lo hicimos?). Pero no hay que confundir renta y valorización: cualquiera sea la salida de esta trampa del desarrollo, uno de sus pilares consistirá en apalancar recursos naturales y agregarles valor de modo inteligente.

De manera incipiente, ya lo estamos haciendo: de los dos tercios de nuestras exportaciones, que son de origen agropecuario, más de la mitad son aceites, harinas, jugos o vinos. Y no es casual que cuando hablamos de nuestros frentes de innovación tecnológica vengan a la mente biotecnología, satélites y bioeconomía. No hay un modelo enlatado, pero hay muchos pequeños ejemplos a imitar, varios de ellos hechos en casa.

La clave no es mirar donde brilla el sol sino donde florecen los brotes.