En los medios

Le Monde Diplomatique
20/09/16

Las fallas de la integración europea

En general, se considera que la integración entre países redunda en mayor bienestar, menor seguridad y mayor autonomía externa. Pero la experiencia europea revela crudamente las fallas de este proceso y advierte acerca del peligro de la tentación desintegradora.

Por Juan Gabriel Tokatlian

La inmensa mayoría de la literatura proveniente de la economía internacional, la sociología, la ciencia política y los estudios globales que versa sobre la integración entre países considera no sólo prometedora y benéfica sino también indispensable e inexorable. El ideal de la integración, en especial después de la Segunda Guerra Mundial, ha sobresalido en Europa a la luz de la propia experiencia histórica y ha estimulado el desarrollo de un enorme número de documentos institucionales, trabajos académicos, centros de investigación, grupos de reflexión interdisciplinarios, agencias comunitarias, programas de posgrados, plataformas partidarias, redes de organizaciones sociales, proyectos culturales… En general, se ha considerado que la integración entre países redunda en mayor bienestar interno, menos inseguridad recíproca y más autonomía externa. La interdependencia económica, la paz interestatal y la menor autarquía individual apuntan a estadio superior en la relación entre las partes; por ello, la integración es mucho más que un proyecto comercial; es un designio estratégico.

Integración vs. Globalización

La trayectoria integradora de Europa fue excepcional y única, y su eventual “exportación” plena a otras latitudes no ha sido posible, en la práctica, pues cada región despliega los modos de integración que responden a sus realidades históricas, políticas institucionales, culturales y económicas. A cada coyuntura difícil que enfrentó el modelo europeo le siguió un debate amplio y fecundo; en especial, hasta el final de la Guerra Fría. En las últimas dos décadas, el eslogan indulgente sustituyó al análisis realista y la Europa de los ciudadanos. En breve, Europa se contentó con decirse, ante cada nueva crisis, que los problemas de la integración se superaban con “más integración”. Y hoy, otra vez y frente a distintas situaciones críticas que han emergido simultáneamente, la respuesta parece ser la misma.

Sugiero, en este sentido, dejar de lado esa retórica y las salidas usuales que han tenido su invocación: esto es, cada vez que se procuró “más integración” se fue debilitando el Estado de Bienestar en cada país europeo, creció el déficit democrático de la Unión Europea (UE), y ésta perdió peso en la arena política internacional. En ese contexto, podría ser más razonable pensar los grandes desafíos europeos desde la perspectiva de la desintegración. En los estudios internacionales, en la ciencia política, en la sociología institucional y en la economía aplicada, la idea de desintegración ha sido ignorada. La desintegración sugiere retroceso, es percibida como peligrosa, insinúa inestabilidad, presagia descomposición y se la descarta como inverosímil.

Sin embargo, parece ser indispensable hacer un mapa fáctico de las fuentes de desintegración de Europa. No basta con identificar, como se hace habitualmente, la existencia de euro-escépticos o euro-impugnadores; de denostar a los viejos y nuevos populistas; de prometer (otra vez) mayor sensibilidad frente a las cuestiones de desigualdad, o de ocupar a los recientes refugiados y a las establecidas minorías religiosas como catalizadoras de pasiones profundas anti-integración entre muchos europeos.

Al tomar la desintegración como punto de partida para hallar los paliativos y las soluciones a los desafíos de la integración, resulta clave preguntarse acerca de ciertas cuestiones fundamentales. Por ejemplo, la etapa actual de la globalización no es vista socialmente como lo fue hace un cuarto de siglo: entonces fue apreciada por varios grupos humanos como sinónimo de potencial prosperidad: hoy es vivida por significativos sectores ciudadanos como sinónimo de frustración. Si hace diez años la globalización podía esperanzar y cohesionar, hoy desilusiona y fragmenta. ¿Cree Europa que puede avanzar en su ideal integrador manteniendo intacto el modelo globalizador existente? ¿Concibe que la desregulación gradual, camuflada o acelerada del mercado va a favorecer, en el seno de cada sociedad, un mayor sentido de pertenencia a la UE? ¿Alguien piensa, genuinamente, que una globalización tan asimétrica en sus frutos va a robustecer la identidad europea?

Balance necesario

Otro asunto: la soberanía. Distintas voces del espectro político y desde diferentes ámbitos siguen subrayando su carácter permitido y disfuncional en el mundo contemporáneo. Sin embargo, aún en Europa pervive una gran variedad de “mundos” yuxtapuestos –premoderno, moderno, posmoderno-. Mientras algunos destacan que en esta hora lo importante es la “soberanía del consumidor” –a los Ludwig von Mises-, una vasta mayoría de los ciudadanos aspira a una soberanía entendida como cierto control sobre su propio destino. Son realmente muy pocos los que reclaman la soberanía en términos absolutos y de confrontación; muchos claman por una noción participativa y popular en la que nacionalismo y cosmopolitismo no estén divorciados. ¿Puede Europa desconocer el alcance político de la demanda por un tipo de soberanía redefinida? ¿Aún se cree que una soberanía reconfigurada sería un impedimento para vigorizar la integración?

Otra cuestión trascendental es la democracia. Urbi et orbi se observa una regresión democrática: en Europa ello es quizá más visible e inquietante. Dos fenómenos distintos pero concurrentes están conduciendo a un “ajuste” de la democracia. Por un lado, los presuntos imperativos del merado sobre el Estado y el capital sobre el trabajo agrietan los consensos sociales, la participación política y la legitimidad institucional. Por el otro, la nueva ola de terrorismo y su abordaje están llevando a un notable desequilibrio en la ecuación seguridad-libertad: cada vez se recortan más derechos en aras de hacer frente a una difundida inseguridad. Así la nota prevaleciente es la retracción democrática que, en el caso europeo, se complejiza pues prevalece la sensación extendida de que las decisiones clave ya están fuera de los espacios territoriales de cada país y son adoptadas por burocracias opacas y distintas. ¿Es posible que Europa insista en la sostenibilidad de una integración en la que la democracia se ve erosionada día a día? ¿Puede seguir remarcándose que los técnicos, los expertos y los poderosos sí saben cómo proceder con la integración y que, tácitamente, una excesiva democratización la impediría?

Si Europa aún quiere reconstruir su proceso integrador debe centrar su atención y deliberación en las fuerzas y tendencias que la dividen y paralizan. No se trata de repetir el latiguillo “más integración” para corregir las fallas evidentes de la integración actual. La tentación desintegradora está latente y puede incrementarse. Nunca antes fue tan necesario un balance de la experiencia integradora de Europa. Si se pretende sortear el resquebrajamiento y recomponer un horizonte promisorio, habrá que empezar entonces a ubicar el acento en las fuentes objetivas de la desintegración. 

Publicado en: http://www.utdt.edu/download.php?fname=_147439760897216500.pdf