En los medios

Clarín
25/06/16

El relato que justifica la corrupción

Por Ezequiel Spector

El problema de la corrupción estructural está nuevamente en el centro del debate desde la detención de José López. No es un tema nuevo: aunque parecería haberse agravado durante los últimos años, lo cierto es que siempre los ciudadanos de a pie percibieron a la corrupción como un flagelo al que es necesario combatir.

No obstante, a pesar del tremendo daño que la corrupción le generó a la vida institucional en Argentina, y de las vidas humanas que se cobró, muchos intelectuales sostienen que no es un tema de mucha relevancia. Su idea es que “hay que dejar de hablar de corrupción y empezar a hablar de política”, porque la corrupción siempre existió y existirá, y enfocarse en eso hace que nos perdamos fenómenos políticos más interesantes. Quienes hablamos sobre corrupción somos entonces muy simplistas, y no comprendemos la complejidad de los fenómenos políticos. No somos sofisticados ni sutiles como ellos, que tienen la habilidad para reconocer rasgos positivos incluso en gobiernos que prácticamente saquearon el aparato estatal, pero que sin embargo compartían su misma ideología.

A su vez, esta perspectiva ha servido de marco teórico para que políticos, periodistas, militantes y artistas puedan omitir o justificar hechos gravísimos con la conciencia tranquila, porque, al fin y al cabo, eran algunos sapos que había que tragarse por el “proyecto”. Los argumentos estaban ahí, como servidos en bandeja, para explicar por qué había que hacer la vista gorda en temas de corrupción. Esto es una “falacia académica”, que consiste en importar una lógica propia de algunos académicos para pasar por alto hechos que al ciudadano con sentido común les causa repugnancia.

No obstante, importar esa perspectiva del ambiente académico, y hacer un mal uso de ella, no era suficiente para justificar la corrupción estructural. A menudo se topaban con índices, estadísticas y demás datos duros que los incomodaban, porque ellos querían presentarse como personas racionales y cultas. Entonces tuvieron que importar otra teoría de la academia, especialmente de algunos subgrupos de las ciencias sociales: el relativismo, y su idea de que no hay verdades absolutas.

Así los hechos ya no importaban. Todo fue susceptible de interpretación, y hubo tantas realidades como personas. Después de todo, si todo era relativo, ya no había corrupción que condenar, porque todo era una cuestión de interpretación. Tampoco tenían que preocuparse por dar evidencia que respalde sus argumentos. Como todo era opinable, todas las opiniones valían igual.

Queriéndolo o no, la intelectualidad ha aportado un marco teórico que, aunque muy oscuro, ha servido para tolerar lo intolerable, y justificar lo injustificable. Les viene como anillo al dedo a quienes de una u otra forma estuvieron al servicio del poder.


(*) Ezequiel Spector es profesor investigador de la Escuela de Derecho de la Universidad Di Tella