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6/05/16

Políticas públicas y el derecho y la economía conductual

Por Ivan Reidel
Qué maravillosa ocupación salir con la grúa por Arenales y como dice el tango, encontrar lo de siempre, en la calle y en vos. Bajarte de la grúa, mirar el ticket de estacionamiento vencido hace cinco minutos y llevarte el auto de algún pobre diablo. Luego repetir la operación catorce mil veces en el mismo mes.

Cuando Cortázar escribió “maravillosas ocupaciones” pareciera haberse olvidado de ésta, que tanto júbilo le causa aproximadamente a catorce mil conductores por mes, tan solo en la Ciudad de Buenos Aires. Pero más allá de lo visceral que despierta esta práctica ¿cómo saber si vale la pena autoimponernos como sociedad este castigo? ¿cómo saber cuánto sube o baja la riqueza o el bienestar de la sociedad con esta práctica? Mi interés aquí es realizar una pequeña reflexión sobre el futuro del derecho y las políticas públicas en general, pero el ejemplo es útil para entender cómo venimos pensando cómo regularnos y cómo creo que deberíamos hacerlo en el futuro.

Desde que Jeremy Bentham desarrolló el concepto del utilitarismo, la economía y el derecho han atravesado varias revoluciones que progresivamente nos han ayudado a pensar mejores respuestas para preguntas como las anteriores. A partir de los años 60, principalmente con las contribuciones de Coase, Calabresi, Becker y Posner, mucho de esta nueva forma de pensar se cristalizó en el movimiento intelectual que llamamos análisis económico del derecho (AED), pero una gran cantidad de contribuciones valiosas florecieron en otras ramas del conocimiento, como la de la psicología cognitiva, y permanecieron aisladas.

Al enfoque interdisciplinario que trata de rescatar lo que el AED tradicional dejó afuera lo llamamos hoy derecho y economía conductual (DEC), y su contribución principal es enriquecer el AED, en aquellos casos en donde éste no ofrece buenas predicciones o recomendaciones. En particular, el DEC centra sus esfuerzos en corregir tres presunciones importantes en las que se apoya el AED cuando estas inducen a error. Estas presunciones tienen que ver con la racionalidad de los agentes que pretendemos entender (económicos o sociales), con su poder de voluntad y con su capacidad de actuar en forma desinteresada.

El ejemplo de la grúa es útil para entender estos dos enfoques. Si nos preguntáramos cómo es que con una pena tan draconiana como el secuestro y traslado de un automotor,  la gente sigue olvidándose de alimentar el parquímetro, el AED y el DEC nos darían respuestas diferentes. Para el AED, por lo menos desde que Becker escribió “Crimen y Castigo: un enfoque económico”, pensar en crímenes o infracciones como un problema de oferta y demanda, se ha convertido en una herramienta analítica estándar. Para un infractor, que la grúa le lleve el auto o tener que pagar una multa son el “precio” de estacionar mal, o de tomarse más tiempo que lo que autoriza el parquímetro. Si sube el “precio” de la infracción, el infractor debería “demandar” menos este producto. Para reducir la demanda, entonces, subir los precios o aumentar la probabilidad de atrapar a los infractores, por ejemplo con más grúas, es el tipo de herramienta preferida por el AED. 

Si bien el análisis beckeriano es poderoso en tanto predice mucho de nuestra conducta, se pierde sin embargo algo importante, algo que separa al hombre de los modelos microeconómicos tradicionales del pobre diablo al que la grúa le secuestra el auto. Por ejemplo, el homo sapiens sapiens, a las 7 de la mañana de un viernes, después de llegar de un recital de Cold Play o de haber consumido compulsivamente una temporada de House of Cards, es capaz de desplegar un vasto arsenal de conductas, que si bien es desconocido para los modelos económicos tradicionales, me atrevo a arriesgar, es íntimamente familiar para el lector.

Este sujeto mucho más falible e interesante, al que podríamos llamar homo-miserabilis, se diferencia en aspectos muy relevantes del homo-economicus neoclásico, que recuerda perfectamente dónde dejó estacionado el auto y a qué hora hay que renovar el parquímetro, evalúa fríamente la probabilidad de que la grúa pase y le lleve el auto, y responde eficazmente al sonido del reloj despertador con un mínimo esfuerzo. Este sujeto evidencia, en cambio, lo que el DEC denomina habitualmente "racionalidad acotada" (boundedrationality) y "poder de voluntad limitado" (bounded will power), y estas dos manifestaciones tienen importantes implicancias para el derecho y las políticas públicas.

Subir el precio de una multa, o amenazar al homo-miserabilis con la grúa, puede no generar incentivos adecuados, dado que estos son receptados por un sistema cognitivo mucho más complejo que el del homo-economicus y que todavía no entendemos bien. Nuestra fuerza de voluntad, como bien saben aquellos que alguna vez han tratado de dejar de fumar, adelgazar o levantarse temprano para ir al gimnasio, nos traiciona a menudo de maneras que no siempre pueden ser corregidas con incentivos monetarios. Sólo para el homo-miserabilis, por ejemplo, existen hoy relojes despertadores que salen corriendo de la mesita de luz (forzándonos a levantarnos y buscarlos), programas que nos limitan el tiempo de acceso a internet para que no nos enviciemos, potes de helado con candados y guías online que explican cómo congelar tarjetas de créditos para vencer la tentación repentina de comprar online (para mencionar tan solo unos pocos ejemplos). Para el homo-economicus, por otro lado, estas cosas no tienen utilidad alguna.

Nuestra fuerza de voluntad, en otras palabras, más falible que la del homo-económicus, nos hace responder de manera diferente ante normas legales y políticas públicas. Hoy, sin embargo, tenemos la capacidad técnica de emplear al DEC para generar reglas que tengan en cuenta estas peculiaridades. No poner saleros en las mesas de los restaurantes, y forzar a los comensales a pedirlos, por ejemplo, es una forma de corregir (marginalmente) algunos hábitos que generan problemas de hipertensión privados y aumentos en la demanda de servicios de salud públicos. Quizás otras intervenciones, menos draconianas, en otros ámbitos también podrían motivarnos más efectivamente y con un costo individual y social menor. Este tipo de intervenciones, sin embargo, son casi inexistentes en nuestros esquemas regulatorios.

Solamente nuestra falta de fuerza de voluntad genera una infinidad de problemas regulatorios que podemos empezar a investigar y tratar de corregir en formas novedosas con el DEC. Pero, esta es solo una pequeña muestra de los problemas que enfrentamos con nuestros modelos de racionalidad tradicionales. Aún si tuviéramos un poder de voluntad superior, o la capacidad de atarnos a la Ulises para no sucumbir ante la infinidad de tentaciones que nos acechan diariamente, el problema sería todavía más complicado. Nuestra capacidad de analizar problemas, entender riesgos y  tomar decisiones es mucho más frágil y falible de lo que pensábamos incluso hasta hace relativamente poco tiempo.

A fines de los años setenta, los psicólogos Amos Tversky y Daniel Kahneman, aportaron uno de los pilares sobre los que descansan hoy la economía conductual (behavioral economics) y el DEC, demostrando cómo los individuos sistemáticamente toman decisiones utilizando atajos mentales inadecuados y respondiendo a intuiciones que a menudo resultan erradas. El sobreoptimismo o la tendencia a subestimar la ocurrencia de eventos negativos y sobreestimar la ocurrencia de acontecimientos positivos, por ejemplo, es uno de estos sesgos que nos meten en problemas.  La inmensa mayoría de nosotros creemos que manejamos mejor que la media, intuimos que nos vamos a enfermar menos que otra gente en una situación similar a la nuestra, que tenemos mejores chances de pagar nuestras deudas que la media, más chances de curarnos de cáncer, etc. En otras palabras, la persona media, el ciudadano “de a pie”, probablemente subestime las chances de que la grúa le lleve el auto. ¿Será esto una especie de profecía autocumplida?

Más allá del sobreoptimismo, la lista de sesgos y anomalías cognitivas que padecemos es bastante larga y variada. Todos los días tomamos decisiones equivocadas influenciados por datos superfluos, por la forma arbitraria en la que nos presentan información, por el idioma que usamos para pensar, por nuestro estado de ánimo, y por infinidad de factores que los modelos económicos tradicionales, el derecho y las políticas públicas todavía no logran capturar. Lamentablemente, además, muchos de estos sesgos son difíciles de corregir. Como con muchas ilusiones ópticas, que nos expliquen por qué vemos algo de una manera distorsionada, en general no nos ayuda a ver las cosas de otra manera. Lo que sí podemos hacer más fácilmente, sin embargo, es aprovechar algunos de estos sesgos para ayudar a la gente a obtener los resultados que hubiera querido y podido obtener si estos sesgos no hubieran descarrilado sus mejores esfuerzos.

La tarea del DEC es, en este sentido, compleja. A diferencia del análisis económico tradicional, el DEC no cuenta con modelos simples, uniformes y fáciles de aplicar. Parte de la inmensa eficacia que tiene el modelo de racionalidad utilizado en el análisis económico tradicional, es que se pueden hacer predicciones en general bastante buenas sobre un vasto número de fenómenos (sociales, culturales y económicos) utilizando un instrumental bastante estándar. Esta desventaja sin embargo se está empezando a subsanar en el mundo en forma paulatina y a través de experimentos regulatorios pequeños pero cada vez más ubicuos. En los últimos años un puñado de gobiernos, incluyendo a Estados Unidos, el Reino Unido, Alemania, Canadá e Israel, empezaron a crear unidades de investigación y experimentación en políticas públicas (llamadas informalmente "Nudgeunits" en referencia al libro de Richard Thaler y Cass Sunstein que postuló y popularizó varios de los principios regulatorios que informan gran parte del derecho y la economía conductual). Una de las tareas más importantes de estas unidades es investigar como pequeñas variaciones en la forma en la que distintos tipos de información son presentados, alteran la efectividad de un gran número de políticas públicas.

En septiembre pasado, por ejemplo, el equipo de ciencias sociales y conductuales de la Casa Blanca (Social and Behavioral Sciences Team) publicó su primer informe anual, destacando los resultados de más de una docena de experimentos realizados. Entre algunos de los resultados más notables, con intervenciones tan simples como analizar el momento óptimo para mandar emails, o reformulando la forma en la que una carta presentaba información, o mandando recordatorios, lograron aumentar la capacidad de planeamiento financiero y de ahorro de empleados públicos, reducir gastos innecesarios en dependencias del gobierno, aumentar el número de inscriptos en universidades y planes de salud, y reducir la tasa de morosidad en préstamos estudiantiles.

Estas son tan solo algunas de las primeras experiencias realizadas. El potencial de este tipo de intervenciones sin embargo, es muchísimo más grande. Quizás incluso, la ventaja más importante que nos aporte el derecho y la economía conductual, no esté solamente en aumentar nuestra riqueza material, sino en poder entender cómo y por qué tomamos sistemáticamente decisiones y adoptamos conductas que disminuyen nuestro bienestar y nos hacen más infelices. El programa de investigación del derecho y la economía conductual está recién empezando y tiene un largo camino por recorrer. Todavía no nos puede hacer demasiadas recomendaciones generales, ni responder muchas preguntas específicas, como por ejemplo cuál es la mejor forma de organizar el sistema de grúas en la Ciudad de Buenos Aires. Con respecto a la grúa, dicho sea de paso, mi intuición es que probablemente permitirle a la gente pagar una multa por olvidarse de alimentar el parquímetro en vez de secuestrarle el auto (la primera vez, y como un privilegio renovable solamente si se paga a tiempo la multa), sea una intervención más ajustada al homo-miserabilis y sirva para reducir gastos innecesarios en un servicio de grúas probablemente sobredimensionado.

Para evaluar rigurosamente intuiciones de este tipo, sin embargo, están empezando a florecer en el mundo equipos especializados como los que mencioné anteriormente. El derecho y las políticas públicas, en este sentido, están inmersos en una revolución empírica que no pueden ignorar sin perjudicar a la sociedad en forma grave. Si bien en la argentina todavía no tenemos ningún equipo especializado de este tipo, las recientes experiencias internacionales sugieren que tal ausencia es un error que deberíamos corregir cuanto antes.