En los medios

La Nación
2/05/16

No todos los "escraches" son iguales

Por Roberto Gargarella
Para sentar posición sobre la difícil cuestión de los escraches siempre hay una opción tentadora, una carta ganadora que además es sencilla de jugar. Se trata de decir que los escraches son actos bárbaros, prohijados por el fascismo; una afirmación que se puede reforzar agregando referencias como la de que los nazis pintaban las puertas de sus enemigos. Parece claro: si escrachar implica un acto nazi en su naturaleza, toda duda que se manifieste sobre el tema lo acerca a uno al riesgo de defender al nazismo. La condena total al escrache es fácil de seguir y cómoda para el que la sigue: uno fija posición contra el nazismo, obtiene un aplauso fácil y todos quedan conformes.

No es éste, sin embargo, el camino que quisiera tomar en este texto. Tampoco me interesa el camino alternativo, esto es, la solución boba que habitualmente emerge como opción frente a la primera. Según esta alternativa, todo escrache es una expresión y toda expresión debe ser respetada, particularmente si el que se expresa es el propio "pueblo", los humildes que carecen de formas alternativas para expresarse. Ambas posturas (la alternativa sencilla y la boba) representan, en realidad, posiciones falaces, porque toman indebidamente una parte posible como el todo. Que haya actos fascistas que podamos identificar con el escrache no quiere decir que todos los actos de escrache sean fascistas, y que haya expresiones populares disruptivas y justificadas no quiere decir, tampoco, que todas las expresiones populares, por serlo, estén justificadas, con independencia de sus modos.

Contra tales posturas voy a explorar un camino diferente (no necesariamente intermedio) que pretende contribuir a que pensemos mejor sobre el tema. Para los defensores de las soluciones absolutas, fáciles o bobas, lo recomendable es abandonar aquí la lectura de este texto. Para quienes sigan leyendo, lo primero que corresponde hacer es definir el término escrache. Entiendo por tal, un acto (normalmente una acción colectiva) de señalamiento y repudio hacia alguna persona (habitualmente una persona pública), destinado a condenarla por alguna reprensible acción pasada. Una primera cuestión que se deriva de esta definición es que los escraches pueden ser de tipos muy distintos (pueden incluir actos violentos o acciones silenciosas e inocuas). Por eso es un error ofrecer una respuesta común para cualquier tipo de escrache.

Hay muchas conductas que condenamos, pero que no ameritan que hagamos llamado alguno a la coerción estatal. Todos los días, por ejemplo, escuchamos a gente hablando en sus celulares, y declarando a sus interlocutores que se encuentran en un lugar en donde en verdad no se encuentran. Se trata de conductas que pueden molestarnos, pero que no justifican de ningún modo la intervención estatal.

En segundo lugar hay conductas que sí ameritan algún tipo de reproche estatal, pero que de ningún modo requieren las formas habituales, intrusivas y violentas de dicha coerción (por ejemplo, la cárcel). Un funcionario público que llega siempre tarde a su trabajo merece algún tipo de respuesta y condena estatal, pero todos entendemos que esa respuesta no debe ser ni intrusiva ni violenta. Lo mismo con los escraches: necesitamos ver de qué tipo de escrache se trata, asumiendo desde ya que algunos no merecen respuesta alguna y que otros pueden merecer nuestro reproche o condena, sin involucrar necesariamente al uso del aparato coercitivo.

Conviene distinguir, también, entre actos fundamentalmente expresivos, que pueden ser verbales o no, y actos que son fundamentalmente otra cosa (por ejemplo, agresiones físicas), a pesar de involucrar aspectos expresivos. Por caso, la "quema de bandera" es considerada habitualmente una acción expresiva (aunque no incluya "palabras"), y por tanto, y como tal, suele verse como una acción jurídicamente protegida. En cambio, la piedra que se le arroja a un político merece ser vista fundamentalmente como parte de una agresión física condenable, por más que esa agresión manifieste, también, una expresión política.

Otra distinción central en la materia tiene que ver con el involucramiento o no del Estado en la misma acción del "escrache". Lo que nos horroriza de los ejemplos que nos remiten al fascismo y al nazismo tiene que ver, muy especialmente, con la presencia del Estado (un Estado autoritario o totalitario) en el trasfondo: cuando el Estado auspicia, promueve o de otros modos está "detrás" de los "escraches", éstos tienden a adquirir su rostro más temible.

Cuando el Estado no está detrás de los escraches, sino "enfrente", nuestras intuiciones tienden a (y merecen) ser diferentes. Es lo que ocurrió en los 90 en nuestro país, cuando la agrupación Hijos (de hijos de desaparecidos) decidió enfrentar la impunidad y las leyes de amnistía manifestándose frente a la casa de torturadores y cómplices de la dictadura. En el marco de una condenable e injustificada impunidad, las acciones de Hijos resultaron controvertidas, pero en algunos casos, me animaría a decir justificadas. Confluían allí varios elementos importantes, que allanaban el camino de una justificación. Por un lado se estaba frente a inconductas gravísimas (actos de tortura, por ejemplo) auspiciadas por el Estado, que fueron seguidas luego por acciones y omisiones estatales inaceptables (como la omisión de investigar y juzgar crímenes de lesa humanidad). Por otro lado había en muchos de aquellos actos de "escrache" un intento de llevar adelante lo que el catedrático Owen Fiss denominaría actos de "confrontación moral", esto es, actos orientados a modificar conductas, no a través de la fuerza persuasiva de un argumento, sino demostrando la seriedad o gravedad moral de ciertas acciones pasadas.

Distinciones como las anteriores pueden ayudarnos a salir de algunos de los atolladeros en que parece encallada la discusión, en donde distintos grupos de un país todavía polarizado se disputan por distinguir a su gusto entre escraches buenos ("los que hacemos nosotros") y malos (los que nos hacen los otros). Contra esas arbitrarias simplificaciones, ahora es posible avanzar mejor en el debate. Podemos aclarar, por ejemplo, por qué repudiamos muchas acciones de escrache producidas durante el gobierno anterior: ocurre que se trataba de acciones auspiciadas por el poderío coercitivo y los cuantiosos recursos económicos del Estado (programas de televisión dedicados, día tras día, a humillar a adversarios, en su ausencia), y no de acciones espontáneas provocadas por sujetos abandonados a su suerte, o perseguidos y oprimidos por el Estado.

Podemos explicar (cosa distinta a justificar) algunos de los escraches que se dan en estos días, a partir de sujetos que, como en los 90, entienden que el poder es impune, que la Justicia trabaja para los poderosos y que, a pesar de evidencias desmesuradas, nadie del poder pagará nunca por sus crímenes. Podemos entender cuándo y por qué ciertos escraches generan mayor empatía: se trata, muchas veces, de acciones de repudio a alguna figura pública que cometió faltas gravísimas y que, a su vez, garantizó su impunidad usufructuando del mismo aparato estatal que le sirvió de base para cometer sus delitos.

Eventualmente podremos advertir también que ciertos escraches (imaginemos el silbido o abucheo a un funcionario público acusado por faltas gravísimas, en un estadio de fútbol o en un aeropuerto) pueden resultarnos simpáticos, o por el contrario desagradables, inapropiados y aun hipócritas, sin que nada de ello amerite que hagamos uso del aparato penal para subrayar nuestra propia postura. En cambio puede justificarse la convocatoria a la fuerza estatal cuando nos encontramos frente actos fundamentalmente no expresivos (una agresión, por ejemplo) y con el objeto de proteger o dejar hablar a quien está amenazado de violencia o de reprender a quien indebidamente ha ejercido esa violencia. En todo caso, la lección se mantiene: no todo es lo mismo, no todo da lo mismo ni corresponde ofrecer respuestas únicas para casos que son fundamentalmente distintos.
Abogado, sociólogo y profesor universitario