Existe un acuerdo amplio sobre el hecho de que el crimen organizado constituye un fenómeno multidimensional que debe ser enfocado de manera interdisciplinaria e integral por las ciencias sociales y las políticas públicas. No se está apenas frente a una cuestión de seguridad, sino de gobernabilidad: su avance principalmente, aunque también las acciones anticrimen equivocadas, erosionan la democracia, socavan el Estado de Derecho, alimentan la corrupción pública y privada, exacerban la desigualdad social, afectan la soberanía nacional y limitan la autonomía internacional. Ello demanda un análisis de economía política pues con el auge del crimen organizado hay siempre ganadores y perdedores, mientras que es esencial distinguir si las medidas gubernamentales contra la criminalidad persiguen una eficacia simbólica o real.

Existe entonces una necesidad ineludible: poseer diagnóstico y estrategia adecuados ante la acelerada transnacionalización del crimen. La Argentina carece de un buen diagnóstico. Sin contar con un conocimiento institucional exhaustivo y sin evidencia sistemáticamente evaluada, la tentación por “hacer algo” ha crecido. Pero la ansiedad oficial y el efectismo mediático no resuelven la inseguridad ciudadana ni sustituyen a un correcto diagnóstico.

Tener una estrategia implica una decisión política. O se confía en la mano dura para lograr la quimérica erradicación del crimen organizado, o se opta por abrir la mente para diseñar iniciativas que contengan y reviertan su poder.

Resulta indispensable precisar los ámbitos, las medidas y los propósitos, disponiendo de datos y eludiendo la demagogia. En seguridad son cruciales la inteligencia, las fuerzas de seguridad y el aparato de justicia. Contar con unidades especiales en el área de la inteligencia, con estructuras policiales íntegras y con jueces diligentes. Hay que asumir que las reformas periódicas en materia de inteligencia y de policía deben ser parte de una rutina normal; que la coordinación institucional entre analistas, policías y jueces es imperativa y que la rendición de cuentas, con mecanismos de control, es prioritaria. Las metas deben estar ligadas a la disminución comprobable y progresiva de la violencia contra la sociedad, entre bandas criminales y contra los funcionarios.

En el ámbito político es importante obstaculizar el nexo entre criminalidad y política, así como el vínculo entre elites y negocios ilícitos. Innovadoras medidas anticorrupción; nuevas leyes sobre financiación de las campañas electorales al Ejecutivo y al Legislativo; investigaciones efectivas que involucren empresas y prácticas ilegales de diverso tipo; exigencias de mayor transparencia en licitaciones públicas a nivel municipal, provincial, nacional e internacional resultan fundamentales. El objetivo es evitar la “mafiatización” de la vida política y económica. En el ámbito social es relevante desplegar un conjunto coordinado de políticas en materia de derechos humanos, salud, educación, empleo, armas livianas, entre otros. Se trata de acciones preventivas y paliativas para reducir las vulnerabilidades y los padecimientos de diferentes segmentos, generalmente pobres y juveniles, afectados por el crimen organizado.

En el ámbito económico es imprescindible abordar con seriedad el tema del lavado de activos y las inversiones provenientes de recursos ilícitos. El crimen organizado se nutre y expande gracias a sus capitales y al descontrol, también organizado, respecto a su seguimiento. Si no se aborda la base material de la criminalidad será cuestión de tiempo para que deje de ser una clase emergente y se convierta en una clase consolidada. En el ámbito internacional, es relevante cooperar; en especial con los países vecinos. Una meta debería ser mejorar la colaboración externa, sin adoptar las guerras, contra las drogas o contra el terrorismo, que se invocan de manera permanente para sumar guerreros a causas perdidas.

(*) Director, Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales, Univ. Di Tella