Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales

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En los medios

La Nación
13/01/16

Consensuar un plan contra el crimen organizado

Por Juan Gabriel Tokatlian

Si el Gobierno insiste en declarar emergencias de todo tipo, confiar en la improvisación, buscar efectos comunicacionales y crear nuevas entidades mediante decretos de necesidad y urgencia, seguramente se verá tentado, en el área de las drogas, a establecer pronto una de sus promesas electorales: la Agencia contra el Crimen Organizado (ACO). La creación de tal organismo debería ser el resultado de un buen diagnóstico, el producto de un consenso básico y parte de una estrategia realista. Proceder al revés, es decir, crearla sin preparación, debate y plan, perpetuará un estado de situación que será funcional a la persistente expansión del crimen organizado antes que a su imperiosa contención. Los ciudadanos reclaman buenas políticas públicas con sustentación temporal, no gestos grandilocuentes de alcance efímero.

Diagnóstico, consenso y estrategia son condiciones que, a pesar de ser indispensables, no son frecuentes. Propongo una especie de "modelo ideal" para aproximarse a la sensible cuestión del crimen organizado. Primero, tener un diagnóstico integral requiere, entre otros, de buena información: datos, estadísticas, estudios. En el asunto del narcotráfico la evidencia empírica existente en el país es mediocre y sesgada. Sería esencial ponderar tanto lo que se conoce de fuentes oficiales como de trabajos independientes nacionales y extranjeros. A su turno, es importante reconocer distintas experiencias de otros países y poseer un mapa global de los entramados mundiales de la criminalidad, si es que el objetivo de la agencia es responder al reto interno del crimen organizado. Si se asume que sólo un número reducido de funcionarios sabe y puede evaluar la evolución histórica y el estado actual del narcotráfico en el país, es probable que se elabore un diagnóstico que refuerce lo que, a priori, se sugirió en la campaña presidencial. La "mano dura" (cuya eficacia simbólica reside en ser inicialmente premiada por la población, a pesar de que su eficacia real sea nula, además de que también termina siendo repudiada) puede ser la que tiente a un gobierno que prometió "terminar con el narcotráfico". Si a su vez se piensa que es posible crear una ACO pero manteniendo intocados otros ámbitos -por ejemplo, la autonomía, el empoderamiento y la corrupción de la policía-, entonces se habrá avanzado en una reforma institucional renga. Si, además, se piensa que mirando únicamente a Estados Unidos se puede interpretar hoy el fenómeno de la criminalidad transnacional y el negocio de las drogas, lo más probable es que se termine dependiendo de Washington en términos informativos, de recursos e institucionales. El tema de las drogas es muy delicado como para improvisar un diagnóstico o adoptar el de otro país. Ya hay muchos ejemplos internacionales que comprueban que a diagnósticos imperfectos siguen políticas ineficaces. Una ACO para perseguir consumidores jóvenes, pobres urbanos y pandillas pequeñas sería un despropósito.

Segundo, lograr un consenso es una tarea compleja que demanda deliberación franca en múltiples ámbitos. Tejer acuerdos es difícil, y en el tema de las drogas, aún más. Hay, por ejemplo, diferencias de lenguaje que expresan divergencias serias en la comprensión y abordaje de este asunto: los conservadores hablan de "flagelo", los liberales, de "problema"; unos reclaman una "guerra contra las drogas", otros remarcan el valor de la "regulación"; algunos recurren a argumentos morales, mientras otros, a la racionalidad económica.

No se trata de buscar un justo medio en retórica, sino de explicitar las discrepancias de fondo y forma que caracterizan el tratamiento del fenómeno de las drogas. Más y mejores discusiones, foros y audiencias serán imprescindibles. Si en este tema predomina la convencional brecha entre académicos y funcionarios, entre especialistas y políticos, entre estudiosos y tomadores de decisión, imperará el disenso. Si a eso se sumase una división marcada entre ONG y legisladores y entre los ciudadanos y las autoridades, el riesgo de configurar una ACO con un déficit inicial de legitimidad podría ser significativo. Una de las mayores críticas a lo que fue en su momento la creación de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI) consistió en el vértigo del debate legislativo y en la dificultad de construir un consenso fuerte en torno a la AFI. Repetir esa experiencia sería arriesgado.

Tercero, conformar una estrategia hacia la criminalidad organizada debe partir de un presupuesto primordial: cómo fortalecer el Estado, en general, y la seguridad ciudadana, en particular. Esto se vincula, sin duda, al diagnóstico. Si, por ejemplo, se desconoce que por su paulatino avance ante los ojos de todos sin que nadie al parecer lo advirtiese, el crimen organizado ha hecho borrosa la frontera entre la criminalidad y las actividades lícitas, entre los sectores emergentes y las elites tradicionales, entre el delito y la policía, se diseñará una agencia fallida. Si, además, se creyese en el fondo que el Estado es un obstáculo al mercado y que se requieren menos intervención y regulación estatal, lo más probable es que la ACO nazca con poco financiamiento y personal, así como escasa supervisión de negocios fundamentales para contener actividades como el lavado de activos y las inversiones inmobiliarias. Una buena estrategia anticrimen implica un Estado diligente y dotado, y con áreas complementarias y coordinadas en materia de justicia, empleo, salud y educación.

La ACO puede ser una iniciativa trascendental. Pero para que esa agencia resulte eficaz y útil es crucial que se conciba con tiempo y mesura: un buen diagnóstico, un consenso básico y una estrategia sensata. De lo contrario, el crimen organizado seguirá prosperando.


(*) Director del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la UTDT

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