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El Estadista
23/12/14

El trilema radical

En la UCR coexisten varios objetivos, pero no pueden alcanzarse todos a la vez. El debate interno es sobre a cuál se le debe dar prioridad.

Por Alejandro Bonvecchi
Las elecciones de 2015 plantean para la Unión Cívica Radical un trilema de difícil resolución. A la ya habitual disputa entre los dirigentes que buscan maximizar el apoyo territorial local y los que desean hacer carrera política nacional, se suma otra discusión transversal: entre quienes abogan por alcanzar cualquiera de esos objetivos cultivando una identidad partidaria pragmática y quienes prefieren un perfil ideológicamente más definido. Como en el trilema de Mundell, no sería posible para la UCR alcanzar los tres objetivos a la vez: maximizar apoyos territoriales y nacionales exige pragmatismo; y mantener un perfil ideológico definido es más compatible con hacer carrera nacional que local. Así, quienes desean una UCR electoralmente potente estarían de hecho promoviendo la disolución de la etiqueta partidaria, y quienes desean preservar esa etiqueta estarían de hecho alentando la disolución de su potencia electoral.

Como han mostrado los historiadores, el radicalismo ha sido, desde mucho antes que el peronismo, un partido máquina con facciones de lábil orientación ideológica. Las preferencias de sus líderes nacionales pueden haber sido más populistas y clientelistas o liberales y republicanas, más desarrollistas y aperturistas o estatistas y dirigistas, más socialdemócratas o liberaldemócratas, pero los alineamientos de sus dirigentes locales han sido invariablemente pragmáticos, orientados por las posibilidades electorales de los líderes nacionales y por las posiciones y recursos que éstos estaban dispuestos a concederles más que por sus ideas. De ahí que las fronteras entre yrigoyenistas y antipersonalistas, entre frondicistas y balbinistas, entre alfonsinistas y delarruistas, fueran tan porosas –especialmente en las provincias–. Ninguna sorpresa: la política comparada enseña que los partidos se componen de personal funcionalmente diferenciado. Mientras los líderes nacionales especializados en construir y distinguir la etiqueta partidaria de las otras ofrecidas en el mercado político buscan maximizar las diferencias con la competencia apelando –por ejemplo– a la ideología, los dirigentes especializados en la organización y competencia electorales buscan maximizar sus chances de triunfo antes que la consistencia programática de su partido.

Tal como otros partidos en otras latitudes, la UCR pudo procesar adecuadamente las tensiones entre los acentos ideológicos de sus líderes nacionales y el pragmatismo de su dirigencia local mientras los resultados electorales distribuyeron más o menos equitativamente el poder partidario entre ambos segmentos. Pero gradualmente desde 1989, y catastróficamente desde 2001, los líderes nacionales perdieron poder ante los locales por los desenlaces trágicos de las gestiones presidenciales. Al mismo tiempo, la eliminación del Colegio Electoral en la reforma constitucional incrementó la importancia para la elección presidencial de los grandes distritos donde los líderes nacionales perdían votos. De ahí emergió el trilema: sin líderes nacionales competitivos en esos distritos, las estrategias de cada segmento partidario tendieron a escindirse; para ganar gobernaciones e intendencias, los líderes locales necesitaron despegarse de candidatos nacionales perdedores; para ganar representación parlamentaria o proyección personal, los líderes con aspiración nacional acentuaron perfiles ideológicos no necesariamente atractivos para los electorados locales. De ahí la continuidad electoral en intendencias y gobernaciones mientras en el nivel nacional se osciló entre la fragmentación de 2003 hacia ARI y Recrear, la ruptura de la Concertación Plural y la candidatura de Lavagna en 2007, la reunificación efímera de 2009 bajo el Acuerdo Cívico y Social, y el hundimiento en 2011 con Ricardo Alfonsín.

La formación del FAU puede interpretarse como otro intento de resolver el trilema. La unión con partidos afines a las orientaciones ideológicas proclamadas a nivel nacional permitiría maximizar representación parlamentaria y proyección en ese nivel, mientras las PASO permitirían a los líderes locales influir el armado nacional y controlar el subnacional haciendo valer su poder territorial. Pero este intento descansa sobre dos supuestos insostenibles: el potencial electoral de los líderes nacionales y el poder de los bloques parlamentarios en un Congreso fragmentado.

Tal como las encuestas vienen mostrándolo hace meses, ningún líder nacional del FAU tiene posibilidades de entrar en la segunda vuelta presidencial, ni siquiera de asegurar que lo voten en la primera vuelta quienes preferirían a otro candidato del frente. Así, pues, una candidatura presidencial débil del FAU podría resultar en una doble frustración para la UCR: la disminución del bloque parlamentario nacional y derrotas en provincias y municipios. Reducido su poder territorial, la UCR tendría poco peso también en el Congreso: menos legisladores conmenos para negociar con el Ejecutivo. Y sin los recursos a que podrían acceder en virtud de esas negociaciones, ni la dirigencia local ni los líderes nacionales tendrían plataformas para mejorar sus respectivas posiciones en futuras elecciones.

La alternativa a esta estrategia subraya el drama del trilema. Para maximizar las pisibilidades de obtener gobernaciones e intendencias sería más conveniente asociarse a algún candidato presidencial competitivo sin inserción territorial y por ello dispuesto a ceder posiciones subnacionales al radicalismo a cambio de apoyo en la elección nacional, como Massa o Macri. Pero acordar primarias y/o listas comunes con el PRO o el FR implicaría diluir la diferencia de la etiqueta partidaria y podría no resultar en más bancas que las asequibles a través del FAU: lo que se ganaría por derecha podría perderse por izquierda.

Consciente de este problema, la dirigencia radical ensaya ahora otra salida al trilema: FAU para las elecciones nacionales más pragmatismo para las provinciales. Pero esta estrategia ignora que en el presidencialismo de coalición –el que rige cuando ante congresos fragmentados los presidentes necesitan formar coaliciones para gobernar– las bancas no valen lo mismo en la oposición que adentro de la coalición gobernante.

Aun si diera igual, en términos de bancas nacionales asequibles, competir dentro del FAU o en acuerdo con PRO o el FR, el peso político de esas bancas no sería el mismo ante cualquier presidente. Para un presidente capaz de obtener mayoría o cuasimayoría en ambas cámaras del Congreso con su propia fuerza política y el apoyo de otros bloques menores, las bancas de la UCR tendrían menos valor que para un presidente sin una fuerza parlamentaria propia relevante. Con un presidente del primer tipo, la UCR seguiría en su situación actual: oposición cuasitestimonial en el Congreso con líderes locales hostigados o excluidos de las políticas fiscales y sociales nacionales. Con un presidente del segundo tipo, en cambio, podría hacer valer sus bancas tanto en concesiones para sus gobernaciones e intendencias como, eventualmente, en ministerios dentro de una coalición de gobierno –recursos que, como ocurre al PMDB en Brasil–, le permitirían fortalecerse como partido nacional y subnacional a la vez.

Pero la condición para esta puesta en valor, desde ya, es acceder a esas bancas, gobernaciones e intendencias. Y eso requiere elegir la estrategia que maximice las chances de hacerlo. Ante un trilema sin solución, pues, la salida es reducirlo a dilema, y tomar una decisión.

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