Di Tella en los medios
La Nación
4/08/10

La Presidenta se equivoca

Por Sergio Berensztein

Por Sergio Berensztein

No hay ninguna duda de que Eva Duarte de Perón fue una protagonista central de la historia contemporánea de la Argentina y que su figura y su legado tuvieron un fuerte impacto en el país y en el mundo. Sea cual fuese la opinión que puedan generar sus ideas, su militancia y su imagen, resulta incuestionable que Evita tuvo peculiares dotes de liderazgo y un profundo compromiso por la causa de los más pobres. Ahora bien, más allá de haber sido una de las impulsoras del concepto de justicia social, lo cierto es que no fue su creadora, contrariamente a lo sostenido por Cristina Fernández de Kirchner durante el acto de homenaje realizado el lunes pasado en la Casa Rosada.

En efecto, un rápido repaso histórico demuestra que la Europa del Siglo XIX acunó el desarrollo de dos importantes tradiciones intelectuales basadas en el concepto de justicia social: la doctrina social impulsada por la Iglesia Católica y el pensamiento socialdemócrata. De hecho, el término "justicia social" fue utilizado por primera vez en 1840 por el cura siciliano Luigi Taparelli d´Azeglio y luego fue el concepto central de La Constitutione Civile Secondo la Giustizia Sociale, un folleto de Antonio Rosmini-Serbati publicado en 1848. Más tarde, el Papa Pío XII (1931), en la Encíclica Quadragesimo Anno, definió a la justicia social como un límite al cual debía sujetarse la distribución de la riqueza en una sociedad, con vistas a reducir la diferencia entre los ricos y los más necesitados.

Los aportes al concepto de justicia social por parte de la tradición socialdemócrata fueron también muy trascendentes. Así, casi un siglo antes que Evita, John Stuart Mill sostenía en su libro El utilitarismo (1863) que "la sociedad debería tratar igualmente bien a los que se lo merecen, es decir, a los que se merecen absolutamente ser tratados igualmente. Este es el más elevado estándar abstracto de justicia social y distributiva; hacia el que todas las instituciones, y los esfuerzos de todos los ciudadanos virtuosos, deberían ser llevadas a convergir en el mayor grado posible´´. Esta definición fue rescatada más tarde por los socialistas fabianos ingleses (1889), para quienes la justicia social era el objetivo ético central para guiar la evolución de la sociedad hacia un sistema de democracia con un umbral alto de igualdad en términos distributivos y de oportunidades. A su vez, la influencia de la Sociedad Fabiana en la conformación del Partido Laborista y, paralelamente, en el pensamiento socialdemócrata alemán y francés, terminó de otorgarle al concepto de justicia social un status casi canónico en el pensamiento social contemporáneo. Por eso, no debe sorprender que en la Constitución de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en 1919 se estableciera que "la paz universal y permanente sólo puede basarse en la justicia social".

Evita tampoco fue la primera en impulsar el concepto de justicia social en la Argentina. Como ocurrió con las propuestas más modernas e innovadoras en materia de la legislación laboral, derechos civiles, cooperativismo e igualdad de género, quienes introdujeron ese debate en nuestro país fueron los líderes del Partido Socialista argentino, particularmente Alfredo Palacios, el primer legislador (1904) de esa ideología en toda América latina. Alejandro Korn y José Ingenieros, dos de sus colegas en el movimiento reformista de 1917 en la Universidad Nacional de La Plata -en la que se graduó la Presidenta- también contribuyeron a la tradición de la filosofía social moderna con agudas reflexiones en torno al concepto de justicia social.

Fue Juan Domingo Perón quien implementó, a partir de la Revolución de 1943 y sobre todo como presidente desde 1946, un conjunto de reformas laborales y sociales, previamente impulsadas, aunque sin éxito, por otros partidos y dirigentes políticos argentinos, particularmente de origen socialista. El papel de su segunda esposa como pilar central en la conformación del movimiento justicialista es incuestionable, tanto en el plano organizativo como sobre todo en el simbólico.

Sin embargo, personajes de una trascendencia histórica tan significativa como la de Eva Duarte de Perón no necesitan que se le adjudiquen contribuciones al pensamiento filosófico o al mundo de las ideas que efectivamente no tuvieron. Sus objetivos, sus logros y sus legados fueron lo suficientemente sustanciales como para sumarle méritos que, lejos de mejorar su imagen, la distorsionan.

El autor es profesor de la UTDT y director de Poliarquía

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